2. FUENTES PÚBLICAS DE LA EDAD MODERNA
Toda propuesta ha de tener su justificación. Nuestro trabajo se centra en las fuentes públicas monumentales construidas a lo largo de la Edad Moderna, entre las postrimerías del siglo XV y los inicios del Ochocientos, coincidiendo con los desarrollos de la sociedad estamental del Antiguo Régimen. Acotar es preciso para conocer e interpretar un ámbito de por sí muy amplio. El interés sobre la función pública del agua deja de lado el estudio de otras manifestaciones artísticas ligadas al disfrute privado de tan preciado bien: las fuentes de origen religioso o monástico, señorial o propio de los jardines históricos. Por otro lado, los límites cronológicos coinciden en gran medida con formas diferentes de entender el abastecimiento urbano. Durante el Medievo prima lo funcional sobre cualquier otro aspecto, lo que deriva en la creacion de sencillos pilares abrevaderos, mientras que a partir del siglo XVI las necesidades públicas de abasto quedarán asociadadas a funciones representativas como retórica del poder, hasta que finalmente, en la contemporaneidad, lo funcional y lo representativo ceden ante el nuevo concepto de ornato público.
Por tanto, es la Edad Moderna la que introduce y conserva más variados matices en el diseño de las fuentes. Éstas vienen a ser el objetivo último de todo sistema de captación y distribución de aguas con carácter urbano. A menudo la documentación histórica alude a ellas como edificios del agua, aunque tal término no se refiere sólo a la fuente en sí, sino a toda la red hidráulica que le servía de alimentación. Las fuentes públicas se constituyen entonces como monumentos arquitectónicos que conjugan lo utilitario, lo representativo, lo simbólico y lo ornamental. Son, en definitiva, auténticos hitos urbanos.
La tradición medieval española había asociado el abastecimiento hídrico a sencillas estructuras en las que dominaba la utilidad agropecuaria sobre la salubridad exigible a la recogida de agua para usos domésticos. Se trataba de sencillos pilares abrevaderos ubicados a la salida de las poblaciones, junto a las murallas. Su radicación excéntrica garantizaba el consumo a ganados y caballerías sin necesidad de atravesar toda la población, y además posibilitaba la fácil utilización de los sobrantes o remanentes para regadíos y manufacturas hidráulicas, tales como molinos y batanes. La ciudad islámica, por su parte, confería un uso casi sagrado al agua, asociándola a los edificios religiosos. Buen ejemplo de ello fue la relación en Granada, aún hoy evidente, entre antiguas mezquitas y grandes aljibes, cuyas fuentes fueron elementos de cohesión social en los diferentes barrios. Esta asociación se mantuvo tras la conquista cristiana en ésta y otras ciudades, caso de Jaén, cuyas fuentes renacentistas se instalarían colindantes a las iglesias, subrayando su carácter de integración en la conformación social de las collaciones o parroquias.
Bajo el gobierno de los Reyes Católicos, tanto en lugares de ascendencia andalusí como en ciudades de traidición castellana, se asiste a un importante proceso de renovación urbana. Entonces se promulga la Pragmática Real de Corregidores (1499) y se publica la Política de Corregidores, de Francisco Castillo de Bobadilla (1507), hitos jurídicos que adaptan al mundo hispano las ideas albertianas sobre el buen gobierno de los representantes de la Corona y sobre la importancia de promover obras públicas por el bien de la república. En este nuevo contexto, los viejos pilares medievales serán transformados para convertirse en lúcidos y a veces brillantes emblemas ciudadanos, sobre todo al quedar asociados por su posición excéntrica a las puertas amuralladas de acceso a las ciudades. Ambos elementos, puerta y fuente, se convierten en símbolos de la grandeza de la ciudad, gracias a un nuevo tratamiento arquitectónico, redescubierto de la Antigüedad Clásica.
Pero no sólo se transforman las fuentes perimetrales. El Renacimiento va unido a la recuperación humanista de viejas nociones: salubridad, higiene, función pública, diseño urbano, jugando el abasto de agua, como elemento de primer orden de la vida cotidiana, un papel importantísimo. Ahora las fuentes se llevarán también al centro de la ciudad y a los barrios más privilegiados, aunque para ello sea preciso elaborar costosos sistemas de captación y distribución, por la inexistencia o lejanía de manantiales. Más que nunca, tenderán a convertirse en un elemento de prestigio cívico, y como tales, acreedoras de una caracterización monumental relevante. Nada tiene de extraño entonces que su concepción arquitectónica sea soporte de los escudos de la Ciudad, del Corregidor y de la Corona -o del noble de turno, en lugares sujetos a señorío- en edificios funcionales, ameno centro de reunión y orgullo ciudadano, dado que poseer agua corriente en las ciudades era un auténtico lujo en el siglo XVI. Después, los sectores privilegiados de la ciudad harán acopio de parte del agua destinada al abasto público, comprometiendo a veces la viabilidad de las redes hidráulicas.
Tales implicaciones dotaron a las grandes ciudades andaluzas de espléndidas fuentes públicas durante el Renacimiento y el Barroco, en las que la retórica urbana no menospreciaba la vieja función de abrevadero, propia de sociedades donde lo agropecuario tiene un peso enorme en la economía. El Seiscientos, a lo sumo, incorporó la tendencia a sacralizar los lugares de abasto mediante el concurso de monumentos pietistas tales como cruces, hornacinas, humilladeros, triunfos, etc. Este panorama cambiará, empero, bajo los empeños del Despotismo Ilustrado, atento a purificar las costumbres, homogeneizar las artes y velar por la certera y saludable utilización de los recursos. El renovado interés setecentista por conceptos como la salubridad, policía (control) y adorno del espacio público, a través de medidas jurídicas tales como las Reales Órdenes de 1749 dadas a los intendentes y corregidores sobre plantíos y ornato público, tuvo eco directo en las fuentes: se les dio una nueva dimensión, al añadir a lo funcional y lo representativo los valores de ornato y diversión públicos, con la proliferación en su entorno de alamedas y jardines: una obsesión entre los políticos y pensadores ilustrados, por ver en los plantíos posibilidades económicas y culturales, como lugares de esparcimiento laico en lugar del urbanismo ritual barroco.
El nuevo valor otorgado al ornato público derivará en la creación de ejemplares neoclásicos donde el pilar abrevadero se separa claramente de las piletas de abasto humano, e incluso se elimina en casos de centralidad urbana ligada a la existencia de grandes hitos monumentales. Este proceso, iniciado en la segunda mitad del Setecientos, se generaliza ya a partir del siglo XIX, cuando las fuentes se convierten en centro de plazas urbanas clausuradas a la circulación de ganados o caballerías, con amenos jardines, esculturas conmemorativas y emblemas de la nueva sociedad burguesa. Asimismo, será una época de renovación de viejas fuentes monumentales, lastradas por el tiempo y el uso, aunque muchas otras, por fortuna, han sobrevivido hasta el presente para formar parte de nuestro rico patrimonio.