«Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar. El espejo inquietaba el fondo de un corredor en una quinta de la calle […] Desde el fondo remoto del corredor, el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta noche ese descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso. Entonces Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres».
Así empieza y continúa uno de los más maravillosos cuentos que se han escrito en la Historia de la Literatura. El cuento es Tlön, Uqbar, orbis tertius, y su autor, diría que lógicamente, es Jorge Luis Borges.
Los espejos son objetos que poseen la facultad o el don de reflejar todo aquello que se asoma a sus contornos.
A partir de esta escueta y simplista definición —un poco menos taxonómica que la del DRAE— las posibilidades se abren tanto como la capacidad de los propios espejos para repetir lo que ven.
Precisamente, decir que los espejos “ven” es una de las más temibles posibilidades que podemos aplicar a estos objetos que, por el arte del verbo, hemos convertido en sujetos.
Me aterra pensar que cuando me miro en un espejo es él quien me está viendo, que no soy yo en realidad la imagen que se proyecta sino la que el espejo tiene de mí, y así con todas las cosas y todas las personas.
Mejor dejo este camino para no asustarme más o para no terminar padeciendo la fobia que el mismo Borges admitió padecer, la Catoptrofobia, o sea, el miedo a los espejos como objetos en sí o, peor aún, la Eisoptrofobia, que es el miedo a ver nuestra propia imagen reflejada o, incluso, el llegar a ver “a través del espejo”, como Alicia, y comprobar que hay otras vidas, otros mundos.
Ya hemos citado dos ejemplos literarios que tienen relación con los espejos, el de Borges y el de Lewis Carroll, y si buscáramos un poco más estoy seguro de que encontraríamos otros muchos en todas las artes.
Pero, como vamos a comprobar esta noche y podrán hacer ustedes con más tranquilidad en su casa cuando estén leyendo el libro que hoy se presenta —frente a un espejo, si quieren y no se acuerdan de mis palabras de introducción—, un espejo tiene otras muchas facetas menos espantosas, entre ellas la de devolvernos simple y llanamente lo que tienen delante, sin más ropajes, sin ilusiones ni fantasías.
Seguramente si hiciéramos la prueba de ponernos a hablar con nosotros mismos frente a un espejo y nos viera alguien —incluso si no nos ven— pensaría que ya va siendo hora de que nos hagamos mirar eso o nos avise de que hemos olvidado, otra vez, tomar nuestra medicación.
Sin embargo, esa representación es algo que hacemos continuamente y sin darnos cuenta. Se llama pensar, pensar pa’dentro, si quieren o, como ha escrito a la perfección Antonio Fernández Ferrer, monodialogar con nosotros mismos.
Se trata de un acto de valentía, de autorreconocimiento, de psicoanálisis incluso, de ser una persona que quiere saber quién es y hasta por qué. Un ejercicio muy difícil, aunque necesario y que no nos atrevemos a poner en práctica hasta que lo leemos en una frase en un sobre de azúcar o en un best seller de autoayuda, o sea, cuando ya es demasiado tarde.
Si, además, no solo lo hacemos sino que lo ponemos por escrito y lo compartimos para convertirlo así en literatura, es mucho más que valentía.
No se asusten —otra vez—, en Monodiálogos frente al espejo no van a encontrar frases tan manidas como estas ni pensamientos para los que haya que haber estudiado filosofía clásica. Lo que sí encontrarán serán reflexiones muy sinceras sobre muchos temas, todos ellos tratados con respeto, con profesionalidad, con simpatía y con humor.
En gran cantidad de estos textos vamos a vernos reflejados, como si de un espejo se tratara, y vamos a compartir en ocasiones la misma opinión que sus dos protagonistas. En ocasiones más con uno que con otro, o con ninguno.
Con total seguridad lo que no va se va a producir es la indiferencia y, por si fuera poco, nos vamos a divertir a la vez que pensamos, algo que suele estar mal visto por sesudas mentes.
Como verán no estoy desentrañando casi nada de estos textos, en primer lugar, porque no soy —ni quiero ser— crítico literario; en segundo porque no pretendo predisponerles ante la lectura. Además, mucho de lo que podría decir ya lo dejé por escrito en el prólogo que Antonio Fernández Ferrer me permitió escribir. Este libro, en verdad, no necesitaba de un prólogo, en todo caso de un epílogo, de un bloc de notas anexo en el que ir apuntando las impresiones que cada texto nos saca de lo más hondo. Así pues, les aconsejo pasar directamente a la parte literaria y dejar el prólogo para el final, como debe ser.
Antes hablé de los dos protagonistas de este libro y empecé hablando del cuento de Borges. Orbis tertius significa tercer mundo, lo que implica que existe un segundo. Quiero suponer que esos dos mundos son la realidad y la ficción, el sueño y la vida, el día y la noche, el haz y el envés, las dos caras del espejo. En Monodiálogos hay, repito, dos protagonistas, o un protagonista y un antagonista que hablan entre sí o hablan a solas en voz alta y con letra clara. ¿Existirá un tercer protagonista en este libro?
Yo creo que sí, creo que el mero hecho de escribir estos monodiálogos ya convierte a Antonio Fernández Ferrer en otro protagonista, además de ser, al mismo tiempo, los dos personajes centrales. En suma, uno y trino.
Aunque hay mucho más que tres, hay y habrá tantos como personas decidan viajar a través de sus páginas, compartir y comparar, disfrutar y refutar, leer y leer.
En Monodiálogos frente al espejo los verdaderos protagonistas, como en toda obra de ficción que se precie, como en todo buen artefacto literario, son ustedes.
Para la presentación de Monodiálogos frente al espejo que también tuve el honor de hacer en Granada hace ya unos meses, Antonio comentó —y tal vez lo vuelva a hacer hoy— que cuando escribía el libro pensaba no ya en un tercer mundo sino en un cuarto, en referencia a la famosa cuarta pared del teatro. Esa mítica cuarta pared, si miramos desde el escenario, es el público, o sea, ustedes, o sea, yo mismo, el autor y las actrices que hoy nos deleitarán con la lectura y dramatización de estos monodiálogos.
Si, como escritor, sé lo difícil que es escribir diálogos no ya buenos sino verosímiles, casi reales, me admira —y envidio— la capacidad que ha demostrado Antonio Fernández Ferrer en sus monodiálogos.
Hablar con uno mismo, como decía al comienzo de mi intervención, puede tildarse de falta de cordura. Poner esas conversaciones por escrito solo puede ser una confirmación de esa sana insania o la confirmación de que se sabe muy lo que ese está haciendo, tal y como ha hecho Antonio en este libro.
Para finalizar, y ya que hemos hablado del continente, no quiero dejar de hacer alusión a la minimalista y expresiva ilustración que sirve de portada para el libro ni a la —como ya viene siendo habitual en Alejandro Santiago— cuidada edición de la Editorial Nazarí. José Luis López Enamorado ha sabido recoger, con unos aparentemente sencillos trazos, la esencia más pura de estos monodiálogos con unas pocas líneas muy definidas y con mucho arte.
Esas mínimas líneas de José Luis me confirman que las de esta presentación ya son excesivas. Y como imagino que estarán a la espera de la representación que nos tienen preparada Patricia Martín y Charo Iluminati, me despido repitiendo mi consejo del principio:
- Tomen un espejo, siéntense frente a él y miren, o déjense ver.
Y también repitiendo el consejo final:
- Lean este libro. No se arrepentirán.
[Fotos © Carmen Fernández Ortega y © Encarni Barragán]